Cecilia debe ser la única niña
que no teme a las arañas
y eso que los bichos en cuestión,
además de tejer telarañas,
se pasean con sus finísimas patas
por todos los rincones de la casa.
Ella – Cecilia, no la araña-
cuando se mira en el espejo,
antes de salir a jugar o pasear
por las calles estrechas de su pueblo,
mira con sus ojos bien abiertos
a un lado y al otro del suelo.
Lo hace después de comprobar
que su abrigo preferido,
un abrigo calentito y rosa,
le queda como un guante
y le hace parecer una princesa.
El abuelo de Cecilia, al otro lado del pasillo,
observa a su nieta-princesa
cómo se fija en una de las baldosas,
agacha su cuerpecito
y extiende la mano con cuidado.
“¡Anda! ¿Y tú qué haces aquí?”
le dice a la araña que acaba de descubrir,
“Seguro que estabas hasta el pirri de tejer
tu telaraña y te has largado de paseo…
Es que debe ser un rollo
ser tejedora a todas horas
y, sin aguja ni dedal, coser una red
con hebras pegajosas ¿Verdad?”
El arácnido, palabreja rara que sirve
para llamar de otra manera a la araña,
se queda observando a la giganta de Cecilia,
porque claro, imagínate, que, con los ojos
de la araña, la niña con abrigo de princesa
le parece tan grande como una montaña.
Cecilia no solo no se asusta
cuando ve a la araña avanzar con sus patas
como si fuera una nave extraterrestre
de esas que en las películas vienen a la Tierra,
sino que sonríe e incluso siente pena
de ese bicho con cuatro pares de patas:
“Ay araña, arañita, es una lastima
que con tantas patas tengas que ir a la carrera
para que no te pisen los zapatos y las botas
de los humanos despistados
que caminan por la casa y las aceras”.
Cuando acaba de hablarle a la araña,
ésta parece levantar, por un momento,
su cara y mirar con atención a la princesa:
“Anda, ponte en marcha y vete,
que ahora mismo vendrá el abuelo
y se asustará tanto
que tendré que fingir que te regaño”
La araña agacha su cabeza,
gira sobre sus ocho patas
y, con una de ellas, le hace un gesto
de despedida cariñosa
a su nueva amiga:
¡Good-bye, princesa del abrigo rosa!
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