A mis sobrinos Alejandro, Isabella y Lourdes (esos si que son monos-muy-monos!)

 

Hay fiestas bien monas,

tan monas que se visten de seda

y monas, muy monas, se quedan.

Seguro que tú, que no eres ñoño

ni ñoña, ni nada parecido,

ya habrás descubierto

lo que tan liado te digo.

No hace falta que digas ¡Eureka!

ni que te dejes golpear, como el sabio,

por una manzana la cabeza.

Solo tienes que decir: Esa fiesta

tan mona, monera, es la de pascua

¡A ver si ya te enteras!

 

A mí me gusta ese paréntesis

que trae consigo la esperada primavera:

se llena con dulce chocolate

y con monas-serpiente  la despensa.

Hay anisetes que resbalan,

cuando te comes la mona,

y se quedan, de alquiler,

entre las rendijas del sofá,

o en un pliegue de chaqueta

y hasta en el recuerdo,

porque de pascua a pascua,

o de pascua a ramos,

nos acordamos, yo al menos,

de esta fiesta.

En Pascua, las casas se abren un poquito

y entran amigos, tías, primos…

que vienen de otros lados

con maletas monas

y un ¡cuánto tiempo!

que dicen más de una vez

(¡Como si no se supiera!)

 

Las calles toman un color azul

un poco distinto al azul cielo.

Es un color que se extiende

hasta el campo,

que deja de ser verde

y extrañamente se azulea.

Es el color de los vaqueros

(no los que cuidan las vacas,

ni los de las películas del oeste.

No, no creas…)

Es el color de la tela desgastada

de pantalones, cazadoras y hasta faldas

que salen, como flores, del armario

y se mezclan, casi siempre,

con la sufrida gabardina

y el solicito paraguas.

La pascua es una fiesta bien distinta

a las navidades o al verano:

no es tan de turrón

ni tan de flotador y playa,

pero a mí, desde niña, me gusta

(aunque ahora, que soy grande

echo tanto de menos

ver volar

mi cometa

por el cielo)